Participar en el retiro de 10 días de Vipassana en Dhamma Dvāra, en Triebel, Alemania, fue una experiencia profundamente transformadora. Desde el momento en que llegué, sentí una mezcla de curiosidad, nervios y una leve resistencia interna ante la idea de permanecer en completo silencio, sin móvil y con una rutina tan estricta durante tantos días.
El entorno de Dhamma Dvāra es sereno y perfecto para la introspección. Rodeado de naturaleza, con los bosques alemanes extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, el lugar invitaba a la calma y al desapego del mundo exterior. Al llegar, nos asignaron nuestras habitaciones, sencillas pero cómodas, y nos explicaron las normas: el noble silencio, la separación entre hombres y mujeres, y la renuncia a cualquier forma de entretenimiento o comunicación.
Los días comenzaban temprano, a las 4:00 a.m., y terminaban a las 9:30 p.m., marcados por el sonido de un gong. A medida que avanzaban las horas de meditación—10 horas dentro del templo y el resto fuera—iba descubriendo capas de mí mismo que nunca antes había explorado. Las primeras jornadas fueron, sin duda, las más difíciles. Mi mente se resistía, generaba excusas y buscaba distracciones. Pero poco a poco, a través de la práctica de la anapana (observación de la respiración) y luego de la técnica principal de Vipassana, comencé a entender la verdadera esencia del método: observar sin reaccionar, mantener la ecuanimidad frente a las sensaciones, ya fueran agradables o desagradables.
Hubo momentos de incomodidad física y emocional, como si mi cuerpo y mente estuvieran purgando años de acumulación de tensiones. Pero en esos instantes también encontré una extraña belleza. Aprendí a ser un observador imparcial de mi experiencia, aceptando el flujo constante de sensaciones sin aferrarme a ellas ni rechazarlas.
Las tardes solían ser los momentos más desafiantes, cuando la fatiga mental y física se acumulaba. Sin embargo, las sesiones de enseñanza al final del día, donde escuchábamos la sabiduría y el humor tranquilo de Goenka, me daban claridad y motivación. Su manera de explicar conceptos complejos con tanta simpleza y pragmatismo resonaba profundamente en mí.
Al llegar al décimo día, cuando el noble silencio se levantó, sentí una inmensa gratitud. Compartir historias y experiencias con los otros participantes me hizo darme cuenta de cuánto habíamos crecido juntos, a pesar de no habernos dirigido una sola palabra durante los días previos. Fue un recordatorio poderoso de cómo, en el silencio, también existe una forma profunda de conexión.
Dejé Dhamma Dvāra con una sensación de ligereza, plenitud y un mayor entendimiento de cómo funciona mi mente. Aunque la práctica diaria de Vipassana requiere disciplina, la semilla que se plantó durante esos días sigue creciendo dentro de mí. Es una experiencia que recomendaría a cualquier persona dispuesta a mirar hacia adentro con valentía y paciencia.